Reseña «Ciudad de cuarzo. Arqueología del futuro en Los Ángeles» Mike Davis

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Mike Davis, profesor de teoría urbana en la universidad de UCLA, es una de las figuras más importantes y conocidas dentro de los estudios críticos de geohistoria urbana y continuador de la corriente neo-marxista que inundó los estudios geohistoricos a partir de los años sesenta, cuando comenzaba la desintegración del auge económico de posguerra, y que creo una vía alternativa a los discursos tradicionales de las ciencias sociales que se veían incapaces de responder a las nuevas coyunturas de crisis que se estaban produciendo en el espacio urbano cuando este comenzó a descomponerse.

La metrópolis fordista-keynesiana, las aglomeraciones de producción a gran escala, el consumo de masas, las prácticas de bienestar social y el poder gubernamental constituían el centro de interés de esta nueva escuela de estudios urbanos. Sus esfuerzos girarán en torno a la construcción de una teoría más general de la ciudad capitalista industrial, teniendo como temática preferente, la práctica de la planificación urbana. Fue en cierto modo, una vuelta a los escritos de Engels sobre Manchester, el retorno de una economía política radical de la urbanización que giraba alrededor de la necesidad inherente al capitalismo de producir y reproducir pobreza y desigualdad[1]. El enorme auge que tuvo esta corriente llevó a que todo lo que sucediese en las metrópolis fuera adosado a este marco interpretativo: la suburbanización masiva, el surgimiento de una cultura basada en el automóvil, la fragmentación política metropolitana, la decadencia de la ciudad interior, etc., y serán precisamente estas cuestiones las que tratará el autor en su obra.

Reseña: Mike Davis en Ciudad de Cuarzo, lleva a cabo, bajo un lenguaje cargado de ironía, un profundo análisis de las múltiples contradicciones que la economía y los medios de producción capitalista, han venido provocando desde finales del siglo XIX, en la configuración del espacio geográfico urbano de Los Ángeles, y cómo este a su vez, ha sido generador de otras tantas problemáticas. Es por ello, que pretende demostrar que la ciudad no ha constituido simplemente un telón de fondo donde se ha desarrollado la crisis del posmodernismo, sino que su histórica configuración urbana, con sus múltiples deconstrucciones y reconstrucciones, ha materializado algunos delos dilemas derivados de las reestructuraciones cíclicas propias de la economía capitalista, haciendo especial hincapié, en las consecuencias tanto de la expansión del modelo de crecimiento fordista y keynesiano impulsado por el Estado de Bienestar de posguerra, como en su progresivo desgaste hasta entrar en crisis en la década de los setenta y ochenta. En esa lucha de sus élites por controlar política y económicamente la ciudad (que el autor la entiende como un organismo vivo y en continua trasformación) y de los sectores de clase media y alta por marginar a los pobres haciéndolos invisibles a través del hacinamiento en guetos y la brutalidad policial para que no salgan de ellos, ha dado como resultado, un área metropolitana con colosales índices de desigualdad, racismo, corrupción y violencia, que se han manifestado a través de diversas expresiones socio-urbanas: las asociaciones de propietarios que persiguen salvaguardar la “pureza” racial y económica de sus barrios; los centros comerciales panópticos, que con su vallado y guardias de seguridad semi-militarizados, sus cámaras de seguridad por doquier y sus sistemas de infrarrojos anti-asaltantes, se asemejan más a prisiones que a un centro de esparcimiento público; o leyes que impiden a grupos de personas estar parados en la calle por sospechar que están menudeando y que en la práctica, solo se aplica a la población negra.

El ataque frontal de Davis comienza con la supuesta incapacidad de Los Ángeles de producir un sustrato intelectual propio, en comparación con otras grandes urbes del país, como San Francisco y, sobre todo, Nueva York, pero que por unas razones que el autor no alcanza a comprender, se ha convertido en el destino de una «pléyade de los más sobresalientes escritores, cineastas, pintores y visionarios»[2]. Al igual que otros críticos de la ciudad californiana, como Iain Chambers, acusa a muchos de éstos artistas de «prostituirse» al gran capital. Esto supone, bajo su punto de vista, la vulgarización y destrucción de cualquier capacidad crítica y de la cultura de calidad. LA (y Hollywood como su alter ego) constituiría una maquinaria enorme que se nutre de importar las grandes figuras del arte mundial, que denomina “arte mercenario”

“Los grandes promotores y sus socios financieros, junto con unos pocos magnates del petróleo y del espectáculo, han sido la fuerza motriz de esta alianza público-privada para construir una superestructura cultural con vistas a la proyección de Los Ángeles como “ciudad internacional». Financian al mercado del arte, hacen donaciones a los museos, dan subsidios a los institutos regionales y escuelas de planificación, conceden premios en los concursos de arquitectura, dominan a los trabajadores del arte y el diseño urbano y ejercen influencia sobre el flujo de dinero público para el arte. Se han involucrado tan totalmente en la organización de la alta cultura… porque [la cultura] se ha convertido en un componente importante del proceso de desarrollo de las inversiones inmobiliarias, así como una instancia crucial en la competencia entre diferentes élites y centros regionales”[3]

Esto ha repercutido en el vaciado cultural de los barrios pobres como consecuencia del desvío de inversiones a otras regiones de la ciudad de un nivel adquisitivo mayor (que solicitan un tipo de arte más refinado y elitista), que ha desembocado en una merma de las vanguardias negras y chicanas, o que estas se hayan visto obligadas a venderse en puestos de cooptación en las universidades y las instituciones empresariales[4].

Sin embargo, esta reprimenda a la ausencia de una cultura intelectual independiente de los juegos del capital, no le impide reconocer que Los Ángeles se ha convertido en diana de muchas de las críticas más agudas del llamado capitalismo tardío, sobre todo aquellas que hacen referencia a la pauperización de las clases medias y que ha dado como fruto un brillante género negro (tanto en literatura como en el cine) y más actualmente, en estudios, algunos de ellos monográficos, de Los Ángeles como modelo más claro de ciudad posmoderna.

Esta polarización social de la cultura de LA, le sirve al autor como puente para llevar a cabo el núcleo de su crítica: la intensificación del control social y espacial que han implicado los nuevos desarrollos de la privatización, el control policial, la vigilancia, el gobierno y el diseño del entorno urbano y su geografía política. Describe como la metrópolis posmoderna o postmetrópolis[5], se ha visto repleta de distintos tipos de espacios protegidos y fortificados, islas de confinamiento y de protección preventiva contra los peligros, tanto reales como imaginarios, de la vida diaria. Para ello adopta ideas de Focault, que representa la postmetrópolis como una colección de ciudades carcelarias, que constituyen un archipiélago de espacios fortificados que encierran a los individuos y a las comunidades en recintos aislados e independientes, en busca de crear una especie de ciudad en el desierto, supervisados por formas reestructuradas de poder y autoridad pública y privada[6].

La proliferación de nuevas represiones en el espacio y la movilidad, y un urbanismo obsesionado por la seguridad, conduce a la expansión de lo que ha bautizado como la «ecología del miedo». La ciudad fortaleza pasaría a ser un zeitgeist de la reestructuración urbana como consecuencia de las transformaciones producidas a raíz de los convulsos años sesenta, con el inicio de la desindustrialización y la lucha contra las prácticas racistas que sufría la población afroamericana y que culminará con la Rebelión de Watts de 1965, en la que se produjeron numerosos motines, treinta muertos y más de cinco mil heridos y presos. Esto se habría materializado en la novedosa combinación de arquitectura, diseño urbano y represión policial, sobre la que el autor descargará sus críticas más sobresalientes, con el fenómeno de la globalización y de la reestructuración de la economía postfordista como telón de fondo. Si el modo de producción fordista y keynesiano del Estado de Bienestar, permitía un cierto diálogo entre los movimientos sociales y la clase trabajadora en la consecución de avances progresistas, su desaparición y el advenimiento de las nuevas políticas neoliberales, ponen fin a este modo de regulación de la sociedad urbana, al mismo tiempo que instauraría una «retórica de guerra social» donde la militancia activa de propietarios, respaldados por las esferas políticas, termina por demonizar a los pobres, que pasan a convertirse en seres desprovistos de sus derechos y a los que hay que mantener en “cuarentena” en sus guetos, lo más apartado posible de la vista y el contacto con la población “decente”, en lo que ha llamado «sadismo urbanístico»

“Este deliberado «endurecimiento» de la superficie urbana en contra de los pobres resulta especialmente cínico en el tratamiento maniqueo del microcosmos del Downtown. […] [E]l Ayuntamiento no escatima esfuerzos para hacer los servicios y espacios públicos lo más «invivibles» posible para los pobres y los sin techo. La contumacia de los miles de indigentes […] empaña la imagen de un Downtown de diseño y destruye la ilusión, construida con tanto esfuerzo, del «renacimiento» del Downtown. El Ayuntamiento a su vez responde con su propia versión de una guerra de baja intensidad”[7]

En esta guerra contra los sin techo, Davis asegura como la arquitectura cumple su función policial, con el fin de transformar el área donde se concentran los pobres, en una prisión al aire libre. Hay diversos ingenios que cumplen esta función, a pesar del carácter anecdótico que nos pueda resultar, como bancos con forma de barril o en algunos casos con pinchos de metal que hacen que sea imposible dormir o que incluso sentarse sea incomodo; sistemas de aspersión en los parques que funcionan al azar para impedir dormir por las noches; contenedores de basura de restaurantes dotados de cuchillas para impedir que comida que va a ser desechada acabe en la boca de algún hambriento, y un largo etcétera de formas poco menos que llamativas de mantener a raya a los pobres.

Pero serán las áreas residenciales, con sus asociaciones de propietarios exclusivistas, las que mejor reflejen ese descubierto racismo que inunda la geografía urbana. Extendiéndose hacia las afueras de forma radial desde el centro prohibido de la ciudad, se han multiplicado lo que el autor llama ciudades fortaleza,  áreas residenciales de lujo con la capacidad y los medios para declararse autónomas, cargadas de miedo hacia una delincuencia real o imaginada y hacia los pobres, que son criminalizados. Para Davis la formación de estas ciudades amuralladas no sólo se explica como un reflejo del urbanismo obsesionado por la seguridad, sino también, como un producto de lo que él describe como una «revolución propia». El creciente poder de las asociaciones de propietarios, el movimiento por el crecimiento lento, la multiplicación de comunidades cerradas, la inflación del valor del suelo, la renovación del centro urbano o el nuevo ecologismo urbano entre otros, englobaría algunos de los aspectos de esta «revolución». El movimiento de propietarios habría sido una protesta contra la urbanización de suburbia (los núcleos de población que rodean a la ciudad central), una forma de resistencia a la reestructuración de la forma urbana exopolitana[8] que tiene como objetivo principal la reafirmación del privilegio social, a través de la homogeneización racial y económica. Estas comunidades privadas estarían además implicadas en la progresiva erosión del espacio público y en la fortificación de la ciudad, constituyendo regímenes de servidumbre caracterizados por estar administrados por asociaciones, bajo microgobiernos, que estimularían la «secesión cívica»[9].

Davis concluye la obra realizando una labor de microhistoria, mediante un repaso de la tortuosa vida de Fontana, una ciudad a sesenta millas al este de LA, a la que considera epítome de la región de California en cuanto a inestabilidad en el paisaje y en la cultura. Comenzó siendo una comunidad arcaica de pequeños granjeros de gallinas y cultivadores de cítricos que vivían de forma autosuficiente en modestos bungalós, para más tarde, en 1942, sufrir un completo lavado de imagen insertándose la revolución industrial impulsada por Roosevelt en el Oeste. De la noche a la mañana se convirtió en una poderosa fundición bélica, la única de la vertiente del Pacifico. En los ochenta, con la misma velocidad, se cerró la fábrica y sus trabajadores (fundamentalmente negros) fueron abandonados a su suerte. Pero hay más. Una última transformación ha convertido Fontana en una promesa de “área residencial asequible”, donde masas ingentes de empleados se desplazan tres horas cada día para poder ir al trabajo y conseguir pagar sus hipotecas. Davis, por tanto, cierra su obra con una despedida que sabe a derrota, sin expresar si existe algún tipo de resistencia eficaz contra los peligros de la postmetropolis en un futuro que se torna apocalíptico.

 

[1] SOJA, Edward: Postmetrópolis, Madrid, Traficantes de Sueños, 2008, pp. 150-153

[2] Dentro de las sucesivas olas de inmigrantes intelectuales que arribaron a la Costa Oeste de EE.UU, cabe destacar la de los europeos en las primeras décadas del siglo XX y la de aquellos que huyeron del auge fascista. Este grupo estaba formado por algunos de los más altos representantes de la intelectualidad europea, como los filósofos y sociólogos representantes del marxismo de la Escuela de Frankfurt, Theodor Adorno y Max Horkheimer (dentro de esta escuela habría que incluir posteriormente en los años sesenta a Herbert Marcuse), y literatos como Thomas Mann o Aldous Huxley, por mencionar solo algunos. Todos compartirán un desprecio por la mitología creada en LA, «los exiliados-dice Davis- sufrieron, en medio de la opulencia, una degradación artística», denostando lo que consideraban la proletarización de la intelectualidad por parte de Hollywood. Davis rescata una queja de Max Reinhardt que se «encontró con que tenía que fichar en el reloj de la entrada de los estudios, como cualquier obrero en una fábrica», que ejemplifica bien esa caída elitista en la creación intelectual a la que estaban acostumbrados en Europa. DAVIS, Mike: Ciudad de cuarzo. Arqueología del futuro en Los Ángeles. Toledo, Lengua de trapo, 2003, pp. 29-36

[3] Ibídem, p. 53

[4] Ibídem, pp. 58-59

[5] Aunque Mike Davis nunca llega a referirse a la ciudad posmoderna como postmetrópolis, adopto este término que siguen otros autores ya que agiliza y delimita en gran medida su significado a la hora de referirme a la gran metrópolis posmoderna. Además es utilizado como título de la obra homónima de Edward Soja, sobre el estudio de las mismas. SOJA, Edward: Postmetrópolis, Madrid, Traficantes de Sueños, 2008.

[6] Ibídem, pp-420-421

[7] DAVIS, Mike., op. cit., pp. 202-203

[8] Término utilizado por Edward Soja. El prefijo exo-(fuera) haría referencia directa al crecimiento de las ciudades «exteriores». También sugiere la creciente importancia de las fuerzas exógenas a la hora de conformar el espacio urbano en la época de la globalización. Con este término intenta significar una síntesis y una extensión recombinantes crítica, de los muchos procesos de oposición y de los argumentos dualizados que han dado forma al discurso general de la forma urbana. La nueva geografía del urbanismo metropolitano es vista, por tanto, como el producto tanto de una descentralización como de una recentralización, de la desterritorializacion como de la reterritorialización, de la continua expansión y de una intensificada nucleación urbana, de una creciente homogeneidad y heterogeneidad, de integración socio-espacial y desintegración, etc. Esto redefine la ciudad exterior y la ciudad central, haciendo cada vez más difícil identificar las fronteras. SOJA, Edward, op. cit., p. 355

[9] Ibídem, pp. 442-443

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